“También pedimos que se fortalezcan con todo el glorioso poder de Dios para que tengan toda la constancia y la paciencia que necesitan. Mi deseo es que estén llenos de alegría y den siempre gracias al Padre. Él los hizo aptos para que participen de la herencia que pertenece a su pueblo, el cual vive en la luz.” ~Colosenses 1:11–12 (NTV)
Difícilmente son perfectas, estas madres a quienes elevamos, aplaudimos, buscamos para la hora del cuento y a quienes recurrimos en busca de refugio frente a elementos hostiles y situaciones horribles. Hacen lo mejor que pueden, se entregan con todo el corazón y, sin embargo, lamentablemente muchas veces se quedan cortas. Rara vez tienen todas las respuestas, y con frecuencia ni siquiera entienden bien las preguntas. En general, siguen adelante cuando el cansancio las alcanza y el agotamiento parece ser el pronóstico para los días que vienen. Saltan obstáculos y caminan sobre una cuerda floja, entre mundos muy distintos a los que conocieron cuando eran niñas inocentes.
Y, sin embargo, por imperfectas que sean e independientemente de sus defectos, lo cierto es que las madres se preocupan. Te defienden cuando otros te intimidan, te ignoran, se burlan de ti, te excluyen o malinterpretan tus intenciones. Te animan con entusiasmo porque conocen tus debilidades mejor que casi nadie y, aun así, desean que las superes y que vueles alto. Saben de lo que eres capaz porque lo vieron en tus ojos desde el momento en que te sostuvieron por primera vez en sus brazos, y harán todo lo posible para ayudarte a lograrlo, incluso si eso implica pagar el precio más alto con tal de verte llegar.
Una madre ama profundamente, como se desbordan los océanos: con una capacidad ilimitada. Ama con un brazo protector y una mirada atenta, vigilante ante todo lo que sea peligroso o engañoso. Ama sin cesar, incluso cuando apenas una gota de amor regresa a ella. Con ternura e intensidad, una madre derrama amor en medidas sacrificiales, porque el suyo es un amor incondicional, abarcador y verdaderamente maravilloso.
En medio de sus momentos más débiles, las madres aprenden el valor de la humildad. Cuando sus corazones se rompen por completo por amor a sus hijos, se aferran desesperadamente a Dios, desarrollan una dependencia profunda de Él y, finalmente, comprenden que su mayor fortaleza es la fidelidad absoluta de Dios.
Desde la sala de partos hasta la oficina del director; desde la colocación en crianza temporal hasta la reunificación; desde el llamado divino a cuidar de un huérfano hasta la adopción milagrosa que llega después; desde la ceremonia de graduación hasta la celebración de la boda, y mucho más allá de todo eso, las madres más sabias saben que su esperanza suprema está en desarrollar una fe inquebrantable en un Padre celestial amoroso. Y harán todo lo posible por transmitir ese regalo a aquellos que Él les confió hace ya tantos años.
El rey Salomón describe muy bien a una madre: “Está vestida de fortaleza y dignidad, y se ríe sin temor al futuro. Cuando habla, sus palabras son sabias, y da órdenes con bondad. Está atenta a todo lo que ocurre en su hogar, y no sufre las consecuencias de la pereza. Sus hijos se levantan y la bendicen. Su marido la alaba: «Hay muchas mujeres virtuosas y capaces en el mundo, ¡pero tú las superas a todas!». El encanto es engañoso, y la belleza no perdura, pero la mujer que teme al Señor será sumamente alabada. Recompénsenla por todo lo que ha hecho. Que sus obras declaren en público su alabanza.” ~Proverbios 31:25–31 (NTV)
CONCLUSIÓN CLAVE
“También pedimos que se fortalezcan con todo el glorioso poder de Dios para que tengan toda la constancia y la paciencia que necesitan. Mi deseo es que estén llenos de alegría y den siempre gracias al Padre. Él los hizo aptos para que participen de la herencia que pertenece a su pueblo, el cual vive en la luz.” ~Colosenses 1:11–12 (NTV)
APLICACIÓN
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